Los backlights de Horacio Inchausti desafían los límites de un medio concebido tradicionalmente como el registro melancólico de lo que ya ocurrió.
Esto no implica que este artista renuncie al pasado, sino que vuelve a él para explorar los orígenes líquidos de la fotografía cuando era necesario algo más que un click. Pero sus fotos, además de imágenes, son objetos cuya evidente materialidad remite al tipo de investigación que, durante las últimas tres décadas, fotógrafos modernistas como Jeff Wall, Andrea Gursky o Thomas Demand llevaron a cabo para colocar a la fotografía a la altura de la pintura y de la escultura minimalista en los principales museos y galerías del sistema global del arte. Sin dudas, los backlights de Inchausti pueden ser leídos en esta clave.
Sin embargo, hay algo que diferencia su práctica de la fría cerebralidad de sus contrapartes del Norte y es el modo en el que la memoria de su propia vida en Río de Janeiro es visualmente desintegrada en partículas para ser materialmente atomizada por soportes metálicos de luz cuya producción no fue tercerizada sino que fue concebida como una parte fundamental del proceso artístico.
Así, lo granulada de sus imágenes marea la linealidad del presente para hacer estallar por el aire (¿atomizar?) el nihilismo modernista transformándolo en algo más productivo, personal y esperanzador. En la madurez de su vida, Inchausti fabrica objetos que en el proceso de su manufactura constituyen una experiencia pasada que sólo puede ser concebida como una llave hacia futuros posibles.