La circuncisión en tiempos de guerras culturales: las fotos taurinas de Andrés Calamaro
Rodrigo Cañete – 3 de mayo, 2021
La relación entre fotografía y tauromaquia ha sido bifronte. En su gran mayoría, los fotógrafos se han visto atraídos por el estilizado encuentro entre bestia y hombre. Rineke Dijkstra, por el contrario, se interesó en aquel momento en el que la adrenalina colapsa en agotamiento; cuando el torero ya no tiene fuerzas ni para posar.
Contra lo que puede pensarse, a lo largo de la gran narrativa de la historia del arte, la tauromaquia ha sido usada para cuestionar lo heredado como cierto. Los bigotes con forma de cuernos que Diego Velázquez pintara sobre el retrato de un maduro Felipe IV en 1653 daban cuenta de la masculinidad comprometida de un imperio ya evanescente. Mientras que en Francisco de Goya, el toro en tanto cifra de fantasía y realidad ponía en evidencia la estupidez humana; en Picasso, la tragedia devenía en farsa y el toro quedaba reducido a una caricatura de sí mismo.
La intervención de Calamaro opera en esta tradición, pero ocurre en un contexto de guerras culturales y necropolítica. Para él, la faena es un modo codificado de incorporar la pérdida. Pero ¿qué es una guerra cultural sino un debate teológico en el que una de las partes se niega a aceptar que lo suyo es también cuestión de fe? ¿Qué es la necropolítica sino la transformación en cruzada de ese rechazo del libre pensamiento?. En el centro de la religión: la hostia. En el centro de las guerras de corrección política: el círculo de arena de una Plaza de Toros. Otro círculo, esta vez transparente, hace foco, de la mano del artista, en una ofrenda sacrificial pero solo para mostrar fragmentos. El marco está cortado y lo que la imagen representa es otro corte: el de la piel del animal.
Como en la circuncisión judía, ese corte no separa, sino que tiende puentes en el espacio y en el tiempo. A principios de los 80s, aquel joven rock star era colocado en el centro de la multitud para efectuar un corte similar, separando el horror de la democracia. Calamaro hacía de su cuerpo una ofrenda a una generación, primero perseguida y luego puesta a morir en Malvinas y al hacerlo les permitía prometerse, al menos durante lo que duraba la canción, que la muerte no era necesariamente el fin. RC