En la obra de Susana Saman, la pintura se convierte en un territorio donde lo cósmico y lo orgánico se encuentran. Cada lienzo es un campo de energía en movimiento, un espacio donde la materia pictórica adquiere espesor, vibración y sentido.
Su lenguaje cromático se despliega en intensidades que oscilan entre lo incandescente y lo profundo: amarillos que irradian vitalidad, rojos que arden, verdes que brotan en expansión. El gesto se afirma como pulsación vital, donde el caos primigenio y la posibilidad de un orden renovado conviven en un mismo plano.
El movimiento circular y espiral, que emerge con fuerza en algunas composiciones, remite al origen del universo: un vórtice de energía que concentra en sí mismo la memoria del tiempo y la intuición del infinito. La textura y la materia pictórica se convierten en ecos de esa expansión cósmica, como si el lienzo pudiera contener la respiración de las estrellas.
A la vez, aparecen signos de lo terrestre: formas vegetales que brotan con la misma intensidad que los astros, recordándonos la continuidad entre naturaleza y cosmos, entre lo pequeño y lo inabarcable. En esa conjunción resuena, de algún modo, el eco de Georgia O’Keeffe, quien supo traducir la vitalidad de lo natural en claves de abstracción y espiritualidad. Como en la artista estadounidense, también aquí la mirada se despliega hacia lo esencial, revelando en lo mínimo una fuerza universal.
La práctica pictórica de Susana Saman es, en última instancia, una búsqueda de unidad: equilibrio entre caos y armonía, entre lo visible y lo intangible. Frente a estas obras, el espectador no solo contempla formas y colores; se enfrenta a una experiencia sensorial que lo conecta con el pulso de la vida misma, con esa vibración sutil que sostiene todo lo existente.