Los toros no necesitan la excusa del arte. Expresan realidades a las que el mundo no ha reservado un lugar, pero persisten
Entras en el laberinto. Sabes que estás soñando. El héroe corre delante de ti con la espada desenvainada y la capa hasta entrar en el pasillo ciego. Escuchas los bufidos de un monstruo semihumano, emboscado, los cuernos añaden una imprecación que señala a los dioses, sus ojos desorbitados reflejan en un gran angular por última vez el mundo. Teseo cumple y el Minotauro cae. Luego se limpia las manos en las paredes, trazos bermejos. Entonces te despiertas. Piensas en la pared manchada, la gestualidad. La sangre. Pero la tauromaquia no es un sueño, es otra cosa. Es una intimidad, una danza, una liturgia con la muerte que ha logrado sobrevivir. Y cambia todo, también a nosotros, de lugar. Ni falta que hace saber que miramos un laberinto redondo como un reloj de arena desde una grada de un templo antiguo.
Como bien dice Rosa Belmonte y demuestran las fotografías de Andrés Calamaro, los toros no necesitan la excusa del arte. Expresan, precisamente, realidades a las que el mundo no ha reservado un lugar, pero persisten, como el bufido del toro al pasar. No son mitos encerrados en libros, ni sangre en sueños o pantallas. Por las dehesas de Netflix no corren toros. Y cuando no hay toros la plaza es sólo la barrera. En realidad, en la realidad, el único trampantojo que hace tolerable una liturgia sin límites.
Original: Diario ABC